19.3.12

Las claves de la oratoria de influencia


Por Ramón Maceiras López
Como criterio operacional podemos definir la oratoria de influencia o persuasiva como el intento de actuar sobre los otros, llevarlos a modificar su comportamiento, sus actitudes o ideas, ante problemas o cuestiones cuya solución implica un cambio en la actual forma de concebirlos. Persuadir (del latín persuadere) es eso mismo, convencer, llevar a alguien a creer, aceptar o decidir hacer algo, sin que de ahí se desprenda la intención de perjudicarlo, ni tampoco desvalorizar sus capacidades intelectuales o prácticas.

El acto de persuadir presupone un destinatario que comprenda y sepa evaluar los respectivos argumentos y posiciones, y los acoja o rechace de acuerdo a su particular escala de valores, sus intereses personales o necesidades prácticas, lo que implica reconocer su valor como persona, como centro de sus propias decisiones.

La comunicación persuasiva mantiene su vigencia porque las situaciones de la vida real no se resuelven con las leyes de la matemática. La persuasión y la demostración matemática van por vías distintas. Existirá persuasión, como enseña Perelman, cuando no es posible “ establecer una relación entre la verdad de las premisas y de la conclusión”  y no disponemos de un lenguaje estructurado en forma lógico-matemática que pueda demostrar el carácter necesario de una solución dada.

En la persuasión las palabras, las premisas, las razones invocadas y las pruebas suministradas por el orador no tienen la fuerza ni el rigor del cálculo matemático, por lo que nunca podrán conducir a la evidencia, a la necesidad o a la verdad única. 

La oratoria de influencia o persuasiva se mueve en el mundo de las opiniones y los argumentos. En la lógica de lo razonable (conforme a razón, justo), plausible (que puede admitirse o aprobarse) y preferible (que consideramos vale más, que se pone delante de otras opciones). La persuasión se mueve en el mundo de la subjetividad. No en el campo de las matemáticas, lo necesario (que hace absolutamente falta), evidente (cierto, de un modo claro) y objetivo (exento de parcialidad).

Philippe Breton define la opinión como “conjunto de las creencias, los valores, las representaciones del mundo y de las confianzas en otros que un individuo forma para ser él mismo”. Independientemente de su coherencia interna, la opinión no es inmutable en el tiempo y está sujeta a la confrontación con otras opiniones, debido a su carácter parcial.

Sin embargo, no todo es discutible. Los resultados científicos, por ejemplo, no son opinables, se imponen a todos por su objetividad y universalidad. Las discrepancias en esta área se circunscriben al ámbito de la comunidad científica y se desarrollan con unas reglas técnicas objetivas para dilucidar su certeza. La opinión es todo lo contrario: proviene de la subjetividad y lo verosímil (que parece verdadero y puede creerse). No es la opinión, pues, una certeza objetiva e infalible, ya que entonces la argumentación no tendría sentido, pues no se argumenta contra lo que es evidente y necesario. 

El maestro chino Chuang Tse ya hablaba de esto hace más de mil años al estimular el uso de la síntesis en la oratoria deliberativa, en contra de los sofismas y los conceptos contradictorios. Hablando de las interminables discusiones que parecen ser la tónica desesperante tanto en Oriente como en Occidente, el sabio taoísta advertía que ni la ciencia podría acallar la diatriba permanente, “pues cada cual está casi siempre convencido de aquello que cree”. Y lo planteaba así:

Imaginemos que yo discuto contigo: si tú me vences, es cierto que yo no he vencido. Pero ¿es acaso seguro que tú tengas razón y yo esté equivocado? Si yo te venzo, es seguro que tú no me has vencido. Pero ¿acaso es seguro que yo tenga razón y que tú estés equivocado? ¿O, en parte, los dos tenemos razón y estamos, en parte, equivocados? ¿O los dos estamos equivocados y los dos tenemos razón? Ni yo ni tú podemos saberlo con seguridad, y por eso, nosotros, los hombres, estamos condenados a vivir en la ignorancia. Si nombramos un árbitro para que resuelva la cuestión, si tiene las mismas ideas que tú, la resolverá en tu favor ¿Se podrá decir entonces que la haya resuelto efectivamente? Si tiene mis mismas ideas, la resolverá a favor mío?...” 

Shakespeare advertía, por boca del atormentado príncipe Hamlet:

Demasiadas cosas hay en el mundo que tu filosofía no descubre”.

Con estas citas sólo queremos poner de relieve que en la oratoria de influencia o persuasiva  es justo y práctico reconocer que la fuerza de los argumentos es siempre relativa. Relativa a la competencia de quien los utiliza, al público concreto que se intenta persuadir, a las circunstancias en que se presenta el argumento y, por último, relativa al mapa del mundo más o menos común a los interlocutores. El que pretenda persuadir partiendo de que es el poseedor de la verdad revelada o de que lo que él dice es evidente e infalible lo tiene crudo en el mundo de hoy.

Postulamos que la comunicación persuasiva debe ser abordada con humildad. A partir de ahí, el secreto de la persuasión consiste en que los otros entiendan lo que dices y acepten lo que les propones. Quien desarrolle esa habilidad será efectivamente persuasivo, influyente y poderoso. Así de simple, y así de complejo.

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