Por Ramón Maceiras López
Como criterio operacional podemos definir la oratoria de influencia o persuasiva como el intento de actuar sobre los otros, llevarlos a modificar su comportamiento, sus actitudes o ideas, ante problemas o cuestiones cuya solución implica un cambio en la actual forma de concebirlos. Persuadir (del latín persuadere) es eso mismo, convencer, llevar a alguien a creer, aceptar o decidir hacer algo, sin que de ahí se desprenda la intención de perjudicarlo, ni tampoco desvalorizar sus capacidades intelectuales o prácticas.
El acto
de persuadir presupone un destinatario que comprenda y sepa evaluar
los respectivos argumentos y posiciones, y los acoja o rechace de
acuerdo a su particular escala de valores, sus intereses personales o
necesidades prácticas, lo que implica reconocer su valor como
persona, como centro de sus propias decisiones.
La
comunicación persuasiva mantiene su vigencia porque las situaciones
de la vida real no se resuelven con las leyes de la matemática. La
persuasión y la demostración matemática van por vías distintas.
Existirá persuasión, como enseña Perelman, cuando no es posible “
establecer una relación entre la verdad de las premisas y de la
conclusión” y no disponemos de un lenguaje estructurado en forma
lógico-matemática que pueda demostrar el carácter necesario de una
solución dada.
En la
persuasión las palabras, las premisas, las razones invocadas y las
pruebas
suministradas por el orador no tienen la fuerza ni el rigor del
cálculo matemático, por lo que nunca podrán conducir a la
evidencia, a la necesidad o a la verdad única.
La oratoria de influencia o persuasiva se mueve en el mundo de las opiniones y los argumentos.
En la lógica de lo razonable
(conforme a razón, justo), plausible
(que puede admitirse o aprobarse) y preferible
(que consideramos vale más, que se pone delante de otras opciones).
La persuasión se mueve en el mundo de la subjetividad.
No en el campo de las matemáticas, lo necesario
(que hace absolutamente falta), evidente
(cierto, de un modo claro) y objetivo
(exento de parcialidad).
Philippe
Breton define la opinión
como “conjunto de las
creencias, los valores, las representaciones del mundo y de las
confianzas en otros que un individuo forma para ser él mismo”. Independientemente de su coherencia interna, la
opinión no es inmutable en el tiempo y está sujeta a la
confrontación con otras opiniones, debido a su carácter parcial.
Sin
embargo, no todo es discutible. Los resultados científicos, por
ejemplo, no son opinables, se imponen a todos por su objetividad y
universalidad. Las discrepancias en esta área se circunscriben al
ámbito de la comunidad científica y se desarrollan con unas reglas
técnicas objetivas para dilucidar su certeza. La opinión es todo lo
contrario: proviene de la subjetividad y lo verosímil
(que parece
verdadero y puede creerse). No es la opinión, pues, una certeza
objetiva e infalible, ya que entonces la argumentación no tendría
sentido, pues no se argumenta contra lo que es evidente y necesario.
El
maestro chino Chuang Tse ya hablaba de esto hace más de mil años
al estimular el uso de la síntesis en la oratoria deliberativa, en
contra de los sofismas y los conceptos contradictorios. Hablando de
las interminables discusiones que parecen ser la tónica desesperante
tanto en Oriente como en Occidente, el sabio taoísta advertía que
ni la ciencia podría acallar la diatriba permanente, “pues
cada cual está casi siempre convencido de aquello que cree”.
Y lo planteaba así:
“Imaginemos
que yo discuto contigo: si tú me vences, es cierto que yo no he
vencido. Pero ¿es acaso seguro que tú tengas razón y yo esté
equivocado? Si yo te venzo, es seguro que tú no me has vencido. Pero
¿acaso es seguro que yo tenga razón y que tú estés equivocado?
¿O, en parte, los dos tenemos razón y estamos, en parte,
equivocados? ¿O los dos estamos equivocados y los dos tenemos razón?
Ni yo ni tú podemos saberlo con seguridad, y por eso, nosotros, los
hombres, estamos condenados a vivir en la ignorancia. Si nombramos un
árbitro para que resuelva la cuestión, si tiene las mismas ideas
que tú, la resolverá en tu favor ¿Se podrá decir entonces que la
haya resuelto efectivamente? Si tiene mis mismas ideas, la resolverá
a favor mío?...”
Shakespeare
advertía, por boca del atormentado príncipe Hamlet:
“Demasiadas
cosas hay en el mundo que tu filosofía no descubre”.
Con
estas citas sólo queremos poner de relieve que en la oratoria de influencia o persuasiva es justo y práctico reconocer que la fuerza de los
argumentos es siempre relativa. Relativa a la competencia de quien
los utiliza, al público concreto que se intenta persuadir, a las
circunstancias en que se presenta el argumento y, por último,
relativa al mapa del mundo más o menos común a los interlocutores.
El que pretenda persuadir partiendo de que es el poseedor de la
verdad revelada o
de que lo
que él dice es evidente e
infalible lo tiene crudo en
el mundo de hoy.
Postulamos
que la comunicación persuasiva debe ser abordada con humildad. A
partir de ahí, el secreto de la persuasión consiste en que los
otros entiendan
lo que dices y acepten
lo que les propones. Quien desarrolle esa habilidad será
efectivamente persuasivo, influyente y poderoso. Así de simple, y
así de complejo.
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